El Congreso de Tucumán, que proclamó la independencia de Argentina hace ya 200, comenzó su tarea jurando defender la religión católica. Para entender por qué esos congresistas (así como la mayoría de los dirigentes políticos que estuvieron antes y después de ellos) optaron por ligar el Estado al catolicismo, es necesario conocer aunque sea un poco el contexto histórico del que proviene nuestro país.
La religión ha sido vista, desde tiempos inmemoriales, como una fuente de legitimidad para el ejercicio del poder político. Cuando en 1493 la Corona española emprendió la conquista del recién descubierto continente americano, acudieron al Papa católico Alejandro VI para legitimar su gesta. Alejandro VI dictó entonces la famosa bula menor Inter caetera que otorgaba a los reyes castellanos la propiedad de las tierras descubiertas 100 leguas al oeste de las Azores. Esa unión entre Corona y Papado se extendió durante los próximos tres siglos de historia americana, estableciendo un férreo monopolio religioso a favor del catolicismo y con exclusión total de cualquier otro tipo de creencias: las religiones aborígenes, las otras religiones “importadas” (especialmente el protestantismo y el judaísmo) y el agnosticismo fueron prohibidos y perseguidos por el Estado.
De modo que cuando se producen los hechos de la revolución de mayo de 1810, en el naciente país no había otra posibilidad que ser católico. Quienes sostienen que Argentina nació como una nación católica suelen olvidar ese detalle: la Nación no era católica, sino que se convirtió al catolicismo a fuerza de sostener con puño de hierro el exclusivismo religioso. El régimen instaurado en las colonias americanas era, de hecho, un sistema feudal tardío, con todas sus características: el equilibrio de la tensión entre monarquía y aristocracia, la importancia creciente de las actividades de los hombres de negocios, la orientación de las ganancias hacia la propiedad de la tierra y la adquisición de la nobleza, y el mantenimiento del rol dominante y estructurador de la Iglesia Católica. Se perseguía asegurar la unidad social al precio de la uniformidad religiosa. Cuando se reúne el Congreso de Tucumán en 1816, todos y cada uno de los 33 diputados son católicos, y 13 de ellos son ministros religiosos (frailes, curas u obispos).
Esta actitud contrasta, por ejemplo, con la del brigadier general William Beresford, comandante de las fuerzas inglesas durante las invasiones inglesas. Tan pronto como tuvo el control de la ciudad de Buenos Aires, Beresford emitió una proclama garantizando la libertad religiosa y la de comercio, tal como la “gozaban las otras colonias de Su Majestad (Británica)”. Es notable que en medio de lo que como argentinos consideramos una agresión de una potencia extranjera se produjera la primera ruptura del monopolio religioso establecido por España. De cualquier modo, dicho monopolio fue rápidamente restablecido cuando las fuerzas inglesas fueron derrotadas y expulsadas días más tarde.
Aun en ese contexto, los hombres de mayo, o al menos algunos de ellos, parecen haber tenido una actitud de mayor distancia respecto a los postulados de la Iglesia Católica, o al menos haber mantenido ciertas reservas. Se trataba, sin dudas, de sectores ilustrados con una fuerte noción del individuo y sus derechos, lo que contrastaba en gran medida con la posición católica de aquel entonces. Está ampliamente aceptado que los hombres de Mayo estuvieron influenciados por autores liberales prohibidos por la Iglesia Católica. Juan José Castelli, Gregorio Funes, Bernardo de Monteagudo leían a estos autores, especialmente a los franceses. En este contexto, en el que la nueva república buscaba un modelo para su desarrollo, la tolerancia religiosa ganó al menos un lugar como idea en el campo de la discusión política. Manuel Belgrano encargó y financió la publicación londinense de “La venida del Mesías en gloria y majestad”, la obra de Manuel Lacunza incluida por la Inquisición en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum. Mariano Moreno a su vez fue editor de “El contrato social” de Jean-Jacques Rousseau (también incluido en el Index), además de propugnar la inmigración a despecho de la religión de los inmigrantes, así como el libre comercio con “herejes”. De hecho se conserva un manuscrito suyo con un proyecto de constitución que comenzaba estableciendo, al estilo de la carta magna norteamericana, “El Congreso no hará ninguna ley para el establecimiento de la religión, ni prohibirá el exercicio libre de ella”. La propia Asamblea del año XIII, que abolió para el territorio argentino la Inquisición e hizo quemar públicamente los instrumentos de tortura, estableció también que ningún individuo podía ser perseguido por sus “opiniones privadas en materia de religión”.
Sin embargo, no dejaba de tratarse de círculos ilustrados reducidos, principalmente circunscriptos a Buenos Aires. El resto de la población, y sobre todo los habitantes del interior del país, lejos estaban de esas posiciones. Aquí debe llamarse la atención al hecho de que la revolución de mayo y la posterior guerra de independencia constituyó una emancipación política de la metrópoli española, pero no una revolución social, ni mucho menos la metamorfosis de la sociedad colonial en otra liberal. El antiguo orden colonial permeaba todas las manifestaciones de la sociedad. Y cuando la Corona fue expulsada, solo la Iglesia Católica permaneció como ordenadora de la sociedad. Los gobiernos patrios pronto advirtieron que sería muy difícil organizar al naciente país sin la “fuerza integradora” del catolicismo. A partir de entonces la Iglesia Católica asumiría, e intentaría sostener, el papel de única fuente dadora de valores trascendentes a la Nación. La amalgama entre el Estado y la religión estaba asegurada, y la tolerancia de otras creencias debería esperar todavía varios años.
La influencia de la política en aquel juramento de defender a la religión católica efectuado por los integrantes del Congreso de Tucumán queda en evidencia cuando se tiene en cuenta que en enero de ese mismo 1816 el Papa Pío VII, el líder absoluto de ese catolicismo, les había ordenado hacer lo contrario: su breve Etsi Longgisimo llamaba a los americanos a someterse nuevamente a la autoridad real española.