Hace algunos días la noticia era que, por decreto del presidente Macri, el Estado donaba más de $16 millones a Scholas Occurrentes, la fundación canónica iniciada por el Papa Francisco. La noticia llamó más la atención por el gesto político (muchos analistas interpretaron la generosidad presidencial como un intento de acercar las relaciones con el Vaticano), que por el fondo mismo de la cuestión: la utilización de dinero de las arcas públicas para una fundación religiosa.
Hace pocos días el tema volvió a ser noticia. Por indicación del propio Francisco, Scholas había rechazado la donación presidencial. Nuevamente el foco estuvo puesto en el significado político (¿un desaire del pontífice a Macri?), y no en el hecho de que se financie actividades religiosas con fondos públicos.
Posiblemente esto no sea de sorprender en un país cuya Constitución obliga al Estado nacional desde 1853 a sostener el culto Católico Apostólico Romano (art. 2 CN). Cada año la Nación destina una partida de su presupuesto a atender los compromisos del Estado con la Iglesia Católica, tales como el salario de los obispos, pasajes aéreos para la jerarquía eclesiástica, salario de los curas de frontera, subvención de los seminarios, etc. Para 2015 el monto de estas asignaciones directa ascendía a $82.186.454.
La pregunta es, ¿se sigue justificando ese sostenimiento del culto católico al día de hoy?
La respuesta no es sencilla, y los intereses en juego no facilitan la cuestión. La verdad es que el origen de la obligación constitucional de sostener el culto estuvo ligada a ciertas atribuciones que a su vez el Estado tenía sobre la Iglesia Católica (los que se conocen como derecho de patronato), lo que dejaron de existir hace ya mucho tiempo. La obligación económica del Estado, sin embargo, persiste.
Otro dato que vale tener presente es que las normas que reglamentan el sostenimiento del culto Católico (las leyes 21.540, 21.950, 22.162, 22.430, 24.884, 22.950 y el decreto 1.991/1980) se dictaron todas en períodos de dictadura militar, es decir, en ausencia del necesario consenso democrático que debe existir para la sanción de las normas en un Estado de derecho.
Por otro lado, existen buenos argumentos en contra de la financiación estatal de cualquier organización religiosa. Desde el punto de vista estatal, el dinero público debería siempre ser utilizado en beneficio del interés general, y no de grupos particulares. Cuando el Estado financia a una religión y no lo hace con el resto, beneficia a los seguidores de esa religión discriminando al resto. Pero aunque financiara a todas las religiones (algo que en la práctica es imposible), todavía quedaría el problema de cómo eso afecta a quienes no tienen creencias religiosas.
Desde el punto de vista de la religión, es una mala idea apoyarse en el brazo del poder civil para llevar a cabo una obra que debería ser fundamentalmente espiritual. Porque genera rechazo antes que acercamiento con quienes no pertenecen a la religión beneficiada. Porque el gobernante en algún momento pedirá cuentas (léase, retornos) por el dinero invertido en financiar la religión. Y porque la iglesia se vuelve inactiva cuando sus propios miembros no participan en el sostenimiento del culto. Como leí hace poco, la palmada amistosa en el hombro de parte del Estado pronto se vuelve un empujón hostil. O como me gusta ilustrarlo siempre, es como el abrazo del oso: al comienzo es cálido y confortable, pero antes que después comienza a asfixiar.
Con todo, la norma constitucional que ordena sostener a la Iglesia Católica con fondos públicos está ahí. Con los vientos políticos que soplan a uno y otro lado del Atlántico parece poco probable que los gobernantes hagan algo por cambiar la situación. Dependerá de la propia Iglesia abordar de una vez por todas y seriamente este tema, autofinanciarse como hacen todas las demás iglesias y dejar de percibir fondos estatales. Ojalá esta decisión de Francisco sea un primer paso en esa dirección.